Es el cura párroco de un pueblo cordobés. Un tribunal lo juzga por desalambrar una propiedad. Aquí explica por qué lo hizo.
Turismo, monocultivo de soja, ríos caudalosos y sierras arboladas son postales recurrentes de Córdoba. Nada de eso existe en Serrezuela, al norte provincial, pleno desierto cordobés, con una sensación térmica que supera los 40 grados, humedad asfixiante, sequías -la última lluvia cayó hace ocho meses- y pobreza como regla. El Movimiento Campesino de Córdoba (MCC) tiene presencia en la zona, con centenares de familias organizadas que resisten desalojos empresarios, exigen justa distribución del agua y luchan por mantener su forma de vida ancestral. Uno de sus más estrechos colaboradores es el párroco local, Carlos Julio Sánchez, de 41 años, formado con la Teología de la Liberación, libros de Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz. Junto a la organización, resistió el avance de un empresario sobre tierras familiares, fue denunciado -junto a diez campesinos- y ahora afronta un juicio por «daño calificado agravado por delito en banda», con una pena de hasta cuatro años de cárcel. En el patio de la parroquia, debajo de un árbol centenario y a la espera de la sentencia, parece tranquilo, serio, habla pausado, viste una remera con la leyenda «Ni un metro más. La tierra es nuestra» y comparte un mate recién preparado.
«Para un campesino, la justicia es la policía de la zona, que criminaliza la pobreza, la protesta y la organización de las familias. Hay una gran desprotección. Pero a partir de la organización ha crecido la concientización, y las familias campesinas luchan para que se les respeten sus derechos, ponen el cuerpo en la defensa de su tierra, protegen su forma de vida», explica el cura.
Y cuenta cómo fueron los hechos por los cuales ahora está imputado. «El 5 de febrero de 2005 había reunión de delegados, hacía un calor asfixiante, más de 40 grados, viento caliente. Había pasado más de un mes del alambrado en las aguadas y los animales no podían tomar agua. Los Loyola estaban desesperados, plantearon el caso en la reunión y pidieron ayuda para sacar el alambrado y abrir paso a los animales. Y así se hizo», resume el cura Sánchez, que visita las comunidades a diario y aporta sus dibujos en cartillas, periódicos y afiches del MCC. «Pero el empresario hizo la denuncia en la policía, la elevaron a Fiscalía e imputaron, con rapidez meteórica, a diez miembros del MCC y a mí», explica y mueve la cabeza, en gesto de desaprobación.
Las familias campesinas suelen padecer presiones de empresarios para abandonar sus parcelas. Radican denuncias, pero escasas veces las causas prosperan. El MCC, que forma parte del Movimiento Nacional Campesino Indígena, detalla que sólo en el norte de Córdoba afrontan un centenar de conflictos, con cerca de 100.000 hectáreas en disputa. «Ha habido algunas intervenciones de la Justicia, muy pocas, donde ha sido favorable a las familias ancestrales, por lo cual quiero pensar que la Justicia funciona, pero hay muchos eslabones de esa cadena que bloquean todos los derechos de los más pobres. Es una situación similar al poder político, al que no le cae nada simpático tener que dialogar con interlocutores tan incómodos como el MCC, porque los políticos están acostumbrados a sentarse con otros, como los empresarios sojeros o ganaderos que, justamente, son quienes pretenden las tierras campesinas», explica el párroco.
Durante las audiencias del juicio, realizado la última semana, el Movimiento Campesino de Córdoba reivindicó el corte de alambres como «ejercicio legítimo del derecho a la tierra de las familias» y remarcó que desalambrar «no constituye delito en el marco que fue realizado».
El mate caliente acentúa el calor, pero el cebador no se detiene. Es sábado a la tarde y una melodía de cuarteto comienza a hacerse escuchar desde una casa vecina. El cura sigue el ritmo con el pie y parece esperar la pregunta maldita:
-¿Qué sucede si la Justicia los condena?
Detiene el movimiento rítmico de su pie, deja el mate en el piso y busca entre sus dibujos un escrito. Extiende su brazo y comparte el papel. Es un comunicado del MCC, que en su parte superior resalta en color: «No es justo que las familias campesinas paguen con su tierra, con represión y persecución el negocio inmobiliario que se realiza con complicidad de funcionarios de la Justicia y del poder político». Mira fijo a los ojos y nombra a los otros diez imputados, siete hombre y tres mujeres. «Estamos acusados por defender la vida campesina. Para algunos eso pareciera ser un delito», denuncia y se produce un silencio incómodo, de esos que preceden una mala noticia. Pero el cura retoma la palabra, vuelve a reivindicar la organización de las familias y, por primera vez en la tarde, sonríe: «Ya no es una vergüenza llamarse campesino, es un orgullo que se grita y se canta, se pone en afiches y banderas. Ese es nuestro triunfo».
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La cultura campesina
Nacido en Villa Dolores, y de familia religiosa, a los 15 años había leído la Biblia completa. Al terminar el secundario ingresó al seminario, leyó a los teóricos del Concilio Vaticano II y los teólogos argentinos del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Al mismo tiempo descubría a Borges, Fontanarrosa, Quino, Alberto Breccia, Marco Denevi, Arlt, Dostoievski y Tolstoi. Se ordenó cura en 1992. Vivió dos años en Cruz del Eje, otros dos en Villa Dolores y desde hace diez en Serrezuela.
Fue testigo, a fines del ’98, del nacimiento de la organización campesina, cuando las familias comenzaron a juntarse y pensar qué hacer para mejorar sus condiciones de vida. La radio parroquial y el hogar de chicos especiales que tiene la capilla fueron puntos de encuentro, debates y acciones. Primero fue un proyecto de atención primaria de salud, luego programas de radio y más tarde espacios de formación sociopolítica.
«Los campesinos padecen la ausencia de sistema sanitario, las dificultades de la producción, las desventajas de la comercialización de los productos campesinos en el mercado, la sequía y la injusta distribución del agua en la zona de riego.» Se detiene un segundo, piensa y continúa con la larga lista: «Carencia de energía eléctrica, emigración de los jóvenes, el desprecio de la cultura campesina por parte de los otros, los desalojos y la falta de acceso a la tierra».
Aún recuerda su primer verano infernal en Serrezuela, las primeras mateadas con las familias rurales y los aprendizajes. «Los campesinos me dieron permiso para entrar en sus casas y en sus vidas. Así descubrí, junto a ellos, que para sobrevivir y vivir dignamente en una geografía y en una economía en extremo adversas hay que desarrollar una gran cultura. Y la campesina es una gran cultura, que valora la tierra y su historia, la gente y sus luchas.»