Hombres, mujeres y niños. En total, 114 personas. Todos en condiciones de servidumbre, maltratados y golpeados para que cosechen aceitunas. Fue en marzo de 2010 en las afueras de San Fernando del Valle de Catamarca. Habían sido trasladados, engañados, desde Santiago del Estero, Jujuy, Tucumán y, sobre todo, de Chaco. Les habían prometido 150 pesos diarios, pero sólo les pagaban 30. No sabían dónde estaban y, sin dinero, no podían dejar el lugar. Fueron rescatados por la División Trata de Personas del Chaco.
“Desde siempre los indígenas fueron llevados a trabajar en situación de esclavitud. Trabajar hasta 18 horas consecutivas, sin alimentos en algunos casos, dormir poco, hacinados en galpones donde sólo tienen pastos para acostarse. La mayoría son hombres,aunque siempre había algunas mujeres y niños.
Se regresa cuando terminaban de levantar la cosecha, por lo general por sus medios, ya que son abandonados por los empresarios”, afirmó Julio Bernio, del Instituto de Cultura Popular (Incupo), que trabaja junto a pueblos indígenas de Chaco.
El 19 de julio de 1924, en el Chaco se ejecutó la “Matanza de Napalpí”, más de 200 muertos, incluidos ancianos, mujeres y niños. A los indígenas se le pagaba jornales muy inferiores a los del resto del país, por lo cual los indígenas se resistieron a levantar el algodón, y el gobernador Centeno prohibió que los originarios dejen suelo chaqueño. El indígena no podía trabajar su propia tierra, su única alternativa era seguir cosechando como esclavo. Al pretender emigrar a otras provincias, los aborígenes fueron masacrados. La Matanza de Napalpí tuvo directa relación con la decisión del gobierno de ampliar las zonas de cultivos, dar tierra a grandes terratenientes y concentrar a los indígenas en pequeñas reservas.
La violencia ejercida hacia ellos, por la vía política y económica, tuvo como objetivo eliminar sus formas de producción y convertirlos en sujetos sometidos al mercado, en fuerza de trabajo.
En septiembre de 2008, dieciocho peones rurales, la mayoría de la etnia toba, escaparon de una finca en San Ramón de la Nueva Orán (Salta) y denunciaron que eran esclavos de un empresario maderero. Los hacían trabajar largas jornadas, no les pagaban, los amenazaban, les secuestraron los documentos y eran obligados a dormir a la intemperie. Luego de cuatro días sin comida ni agua, y pese a la amenaza del capataz, escaparon. Diez días después, con la ayuda de los vecinos, volvieron a sus comunidades, en Formosa. No hubo detenidos ni procesados.
“Hay muchísimos casos que nunca llegan a conocerse. Las condiciones de trabajo infrahumanas se repiten a cada caso, los campamentos son de una precariedad extrema, nadie parece ocuparse de la situación social de los trabajadores y sus familias. Los dueños de las fincas deslindan responsabilidad, trabajan con contratistas que casi nunca cumplen las condiciones pactadas al momento de llevar a la gente. Nadie se ocupa de controlar. Los trabajadores deben aceptar sobreprecios en los alimentos porque se encuentran obligados a vivir de lo que les venden sus contratistas. Muchas veces quedan endeudados con lo que deben aceptar otros trabajos con el mismo contratista y es una rueda que no para”, explicó Ana Alvarez, de la ONG Asociana, con trabajo en el norte de Salta.
En la zona hay dos principales actividades que explotan trabajadores. La cosecha de poroto y, el desmonte para luego sembrar soja. La tierra para monocultivo requiere el “deschampe”, que es el desraizado y limpieza de lotes luego del paso de la topadora. En general el dueño de la finca acuerda con un contratista. Los trabajadores son trasladados en camiones y rara vez saben dónde están trabajando. Viven bajos plásticos, la paga nunca es clara, muchas veces con alimentos sobrevaluados, alcohol y hojas de coca. Finalizado el trabajo, suelen ser abandonados, deben mendigar para volver a sus casas.
En octubre de 2008, Albertina Díaz, wichi oriunda del paraje Misión La Paz, se encontraba junto a su familia trabajando en un desmonte en el departamento de San Martín. Estaba embarazada. Se descompuso, pero no recibió atención médica. Falleció ella y su bebé.
En la misma semana, en la finca Caraguatá, a 120 kilómetros de Tartagal, fallecieron dos niños wichi mientras sus padres, Gerardo Negro y Antonia Ceballos, eran mano de obra explotada en el desmonte. La Agencia de Noticias Copenoa precisó que los fallecidos tenían sólo un mes y dos años, padecían una infección, no tuvieron atención médica y hacía tres días que no ingerían alimentos ni agua. Sus cuerpos fueron enterrados bajo los árboles de la misma finca que ofició de verdugo. La familia pidió justicia, pero no hubo gremio, funcionario ni juez que investigue el crimen.
Subnotas:
“Todas caras de una agricultura industrial”
Gobierno: “Una situación preocupante”
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