Les venden el pan del día anterior. En el hospital, deben hacer fila aparte. El Registro Civil no los inscribe con los nombres propios de la comunidad. Página/12 estuvo con ellos, los wichis de la selva chaqueña, y escuchó la larga lista de reclamos y denuncias que exhiben. Aquí, la crónica de un pueblo originario que se debate entre el miedo y el abandono.
Desde El Impenetrable, Chaco
«Bienvenido a Nueva Pompeya. Corazón de El Impenetrable», recibe el prolijo cartel después de tres horas de tránsito por interminables y maltrechos caminos de tierra. Tres horas de soledad absoluta, sin un rancho a la vista y sólo monte y más monte que amenaza avanzar sobre el propio camino. Lo único que suplanta a los centenarios árboles son las plantaciones de soja, que arrasan sobre miles de hectáreas de bosque. La zona urbana parece una isla en el medio de un océano verde. Son unas diez manzanas donde viven mil personas en humildes casas de material aún sin terminar. Todas las calles son de tierra. Le dicen arenilla, pero es una capa de varios centímetros de polvo. El aire caliente lo inunda todo, amenaza cocinar hasta el alma. Es el contexto para el infierno de los vivos, como le dicen los wichis, pobladores originarios de esta tierra, al apartheid chaqueño que padecen.
-El pan de hoy es para los criollos y blancos. El pan duro para nosotros.
-Por una borrachera, aquél (el blanco o criollo) va un día preso, nosotros tres días de pan, agua y palizas a cada rato. Usté capá que no crea, pero e’ así, eh.
-Son peor que los españoles. ¡De verdad, eh!
Poco más de media hora en pleno bosque chaqueño y los wichis no paran de hablar.
Desconfianza y confesión
Al ingresar al pueblo, todos miran el vehículo con blancos foráneos. Adultos que matean en las veredas, chicos que juegan en las calles y perros flacos que, con ladridos desganados, también detectan la visita. Todos miran las caras ajenas. «En un rato todos van a saber que hay gente de afuera», había advertido, sonriendo, Francisco, anfitrión wichi y maestro bilingüe, bajo un algarrobo que protege del sol.
El ambiente caliente, pesado, aunque seco, obliga a hacer lento cualquier acción. Nadie parece enterarse que está próximo el invierno.
-Hoy está fresco, ¡eh!
Dice Pablo, un wichi de treinta y tantos de voz suave y cara redonda.
-Hace tres días llovió y bajó un poco (el calor). ¡No sabe lo que era la semana pasada eh!
En el medio de El Impenetrable, un joven con una gorrita Nike hace surreal cualquier crónica de viaje. Y la gaseosa más famosa es un lujo por el precio. También se consiguen los cigarrillos de las grandes marcas. En la plaza, bajo un viejo árbol, hay un chico con la camiseta roja y el número 23, de Michel Jordan, de los Chicago Bulls. También una vieja y derruida camiseta de Boca grita presente en un picado, en una calle lateral, donde se mezclan chicos que recién aprenden a caminar con adolescentes cercanos a la adultez. A un costado, a pocas cuadras del más inmenso monte y donde la energía eléctrica parece un lujo, una pequeña habitación con el único teléfono del pueblo y unas viejas computadoras con acceso a Internet acentúan los contrastes. Un joven de gorra con visera llega a caballo, lo ata a un poste, entra y se sienta en una de las máquinas.
Como advirtió Francisco, los visitantes caminan por el pueblo y no pasan desapercibidos. Muchos miran con recelo. Entre los motivos, según contarán más tarde, figura en primer lugar el temor a represalias. El segundo argumento, el protegerse de otro desengaño: hace unos meses pasó un programa de turismo, filmó las injusticias del lugar, pero en la pantalla mostraron al lugar como el reino de felicidad. Igual, algunos se animan.
-En la mesa de la carnicería hay dos carnes, una para blancos y la más negra para nosotros.
-En el hospital se forman dos filas, una para blancos y criollos y otra para aborígenes -dice José con voz tímida y, como con vergüenza, baja la mirada. Así aclara a quiénes atienden primero.
Afirman que a la hora del trabajo no importa la capacidad ni el conocimiento, sino las raíces. Como un problema menor, aseguran que el registro civil les niega el derecho a que sus hijos lleven nombres aborígenes, como dice la Constitución Nacional.
-Dos mandan aquí, señor: el comisario y el intendente. Ellos son Dios, de ellos son nuestras vidas, eh.
Todos asienten. Es el atardecer en El Impenetrable y, en una suerte de espontánea asamblea, a cada minuto se suman más wichis que hablan de su realidad.
«Ya no sé si esto es discriminación, porque es lo que vivo desde que me acuerdo. Seguro que desde la panza de mi madre que me discriminan», dice un wichi de 40 largos, cara angulosa, ojos negros enormes. No quiere dar su nombre, asegura que puede tener problemas, y quiere ampliar la denuncia, pero un nudo en la garganta lo obliga a una pausa. Baja la cabeza, respira profundo y con lo que parece su último hilo de voz remata: «Acá no tenemos derechos. El mal no tiene límites».
La voz ya se corrió y «los porteños» -como bautizan a todos los llegados de Buenos Aires- están identificados. Dos hermanitos wichis descalzos, de no más de cinco o seis años, se arriman y ofrendan su trabajo: son rosarios de barro cocido que parece porcelana. No entienden castellano y tratan de explicar que cuestan un peso. Logran su cometido y se van con algunas monedas. A los diez minutos llegan otros chicos con nuevas artesanías y precio multiplicado. Julio García, abogado del equipo nacional de la Pastoral Aborigen (Endepa), revela:
-No suele venir gente de Buenos Aires y, cuando vienen, se les acercan a vender todo lo que pueden, no saben cuándo habrá otra oportunidad.
Lo omnipresente
Nueva Pompeya fue fundada en el 1900 por franciscanos. La eficacia de la evangelización se confirma en la gran cantidad de nombres bíblicos, tanto en blancos como aborígenes. Frente a la única plaza está la misión jesuita, lugar del nacimiento del pueblo. Fue construida a principios de siglo, abandonada y destruida algunas décadas más tarde y reconstruida en la era del menemismo. La iglesia, por su tamaño e impecable color rosado, parece una pequeña Casa de Gobierno en el medio del monte chaqueño. Pero como en la Capital Federal, el poder real está en otro lado. A dos cuadras está la comisaría y cruzando la plaza, la Intendencia. «Si tenemos suerte lo encuentra», invita Pedro y se ofrece de guía hasta la puerta del mandamás. Confía en que la presencia de periodistas de Buenos Aires pondrá en aprietos a Vicente «Tigre» González, el intendente radical. Pero el resto lo desanima, saben que los visitantes se irán y ellos quedarán a su merced.
Los pobladores originarios remarcan que todas las instituciones blancas se ensañan con ellos: intendencia, policía, hospital, juzgado de paz y Registro Civil. «Es una realidad muy violenta, te deja sin palabras», resume Julio, que visita el lugar varias veces al año, pero cada vez que llega tiene otra sorpresa. Un caso emblemático sucedió en agosto último, cuando dos criollos decidieron divertirse enlazando a un wichi y con una soga lo ataron a un caballo y lo arrastraron varias cuadras. «Fue terrible, estuvo meses internado, no murió de casualidad», recuerda Julio, que llevó el caso a la Justicia y que cuenta otros casos similares.
La Constitución Nacional garantiza la educación bilingüe e intercultural, pero en las escuelas de Nueva Pompeya, el wichi -lengua materna de la mayoría de los alumnos- es suplantado por el inglés. Los aborígenes lo asimilan como un problema menor, porque recuerdan cuando la enseñanza occidental y cristiana incluía golpes, escupitajos y penitencias eternas. Todos aseguran que los castigos corporales ya no son la regla, pero admiten que algunas excepciones sobreviven y afirman que, en la escuela actual, mientras los hijos de criollos y blancos aprenden los colores, a leer y escribir, los descendientes de los pobladores originarios están en un rincón con tareas monótonas y antipedagógicas: recortan figuritas o se pasan horas dibujando. Es que sólo hablan wichi y la comunicación con el docente blanco es imposible. Entonces no aprenden, se aburren y repiten, una y otra vez. Argumento para que los padres wichis, que muchas veces tienen resistencia a enviar a sus hijos a la escuela -suelen decir que «ahí los hacen blancos»- confirmen la «inutilidad» de la escolaridad. Además, la cosecha de algodón necesita manos y la de los niños siempre son bienvenidas. Otro argumento para que la deserción sea la condena lógica para los chicos aborígenes.
La ley también estipula la obligatoriedad de que todas las maestras tengan un auxiliar bilingüe aborigen -es una carrera terciaria con enorme matrícula-, pero en la práctica sólo hacen de traductor de los docentes blancos y, en la mayoría de los casos, ni siquiera están frente al grado.
-Cortamos leña, cocinamos o servimos la merienda.
Cuenta Juan, docente bilingüe egresado del Centro de Investigaciones y Formación de la Modalidad Aborigen (Cifma).
La educación es un punto en el que no hay acuerdo entre los propios wichis. Por un lado admiten que deben aprender a leer y hablar castellano. Pero a la educación blanca también la responsabilizan por la pérdida de su cultura ancestral. «Sufrieron tanto la discriminación que es común que a los hijos no les enseñen las costumbres, el idioma, las raíces. Creen que así los protegen, que así no se ensañarán con ellos», explica Julio. La transculturación los despoja de las costumbres, las creencias religiosas milenarias, la alimentación autóctona y los obliga a negar su medicina tradicional para confiar sólo en los médicos blancos. Entonces, aparecen enfermedades como Chagas, leptospirosis, cólera.
Bajo el mismo algarrobo donde fue la primera charla y ante el asombro que delatan los rostros de los visitantes, Francisco vuelve a sonreír y resume la causa de tanto mal.
-El sistema está en todas partes.
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La discriminación judicial
«El sistema judicial argentino también discrimina a los aborígenes», afirma el coordinador nacional de Endepa, Germán Bournissen. Es que la falta de traductores en instancias legales es un elemento que puede transformar testigos en cómplices e inocentes en culpables. Un caso recordado entre las organizaciones indigenistas y de derechos humanos es el de una mujer wichi que sufrió un intento de violación hace dos años y cuando el abuso estaba por consumarse, alcanzó un cuchillo con el que se libró del hombre blanco, que por las heridas recibidas luego murió. La mujer estuvo ocho meses detenida, sin poder entenderse con el defensor oficial y camino a un juicio que la llevaba a una muy probable condena por homicidio. Cuando intervino el abogado de la organización, y con la ayuda de un intérprete, se pudo comprobar que actuó en legítima defensa y fue liberada de culpa y cargo.
Todos los abogados que se especializan en la problemática indígena remarcan la existencia de infinidad de casos que ni se denuncian o que no trascienden y, por ende, que ellos no pueden asumir la defensa. Además, cuando se involucran en derecho indígena saben que las exigencias son muchas: largas distancias por recorrer, mucho tiempo en cada caso y gastos enormes que casi nunca los pobladores originarios pueden solventar, aún más notorias si no hay una organización que respalde las acciones legales.
Julio García, abogado de Endepa en el norte argentino, también remarca que el sistema judicial argentino «no prioriza los derechos otorgadas por la Constitución Nacional de 1994, que debe ser considerada por encima de las demás leyes del país, y por eso motivo en casi todos los conflictos de tierras siempre los jueces fallan a favor de los terratenientes, de las grandes empresas, en lugar de las familias aborígenes que tienen posesión ancestral de las tierras reclamadas».
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«Somos un santiago chiquito»
En Nueva Pompeya, la mayor parte de la población es wichi, etnia que en todo el Chaco ronda las 8 mil personas. Algunos viven en el pueblo, la mayoría en y del bosque. También hacen artesanías, changas varias, siempre trabajos manuales, sobre todo construcción y todo tipo de trabajo de campo. Todos saben que el único empleo estable es el municipal y también todos saben que cualquier crítica al patrón es el prólogo para la desocupación. Pablo asegura que lo mismo sucede con los planes sociales, desde el Jefas y Jefes de Hogar hasta los alimentarios. Pero anticipa que no son las únicas formas de control.
El agua de toda la región está vedada al consumo humano por el alto contenido de arsénico y sulfatos, elección de la naturaleza o mandato divino, según la creencia. Camiones cisternas de la Municipalidad recorren las calles y proveen de agua a casi todos: para los disidentes no hay servicio. Entonces, los que levantan la voz deben recurrir al agua mineral de los almacenes, pero en un paisaje de pobreza absoluta es un lujo imposible de alcanzar. Para burlar la dependencia, muchos intentan aprovechar el agua de lluvia, pero aunque los rezos sean diarios la respuesta divina sólo llega cada tres meses y en escasa cantidad.
«Cuando logramos que llegue electo algún concejal opositor, no tardan en comprarlo con plata o alejarlo con amenazas de muerte», lamenta Marisa Pizzi, que no es concejal, pero sí opositora y por eso tiene una colección de amenazas.
La Marisa, como todos la conocen, es una porteña de nacimiento, norteña por elección desde que -con el título de ingeniera agrónoma recién estrenado- se largó a trabajar con comunidades aborígenes, primero de Bolivia y desde hace cinco años en Nueva Pompeya. Es una mujer joven, delgada y de cabello castaño. Habla suave, mira siempre a los ojos. Expone sus pensamientos en voz baja, con humildad y simpleza, pero con una tenacidad que parece la clave para ser inmune al miedo. «Me la tienen jurada, hay lugares donde no puedo pasar, tengo que dar toda una vuelta más larga, porque ya me avisaron que si me ven, me matan», cuenta con naturalidad Marisa y, con sólo hablar, se explica por qué tiene enemigos: «No me voy a callar, los denuncio por corruptos, les grito, me llego a sus reuniones y les boicoteo sus cosas. Yo no dependo de ellos para vivir. No me quieren y yo tampoco los quiero a ellos, pero bueno… acá seguimos… no me voy a ir, no se las voy hacer fácil».
A Marisa le juegan en contra otros ingredientes: vive en una sociedad con el patriarcado blanco llevado a extremos, donde todas las reglas parecen escribirlas los hombres y tener que obedecerlas las mujeres. Sin pensarlo, en eso también es una rebelde. La amenazan, y mucho, pero Marisa promete no callarse: «¿Y qué me van hacer? ¡Más que matarme!», dice con franqueza mientras da otra sorbida al mate que la acompaña a todos lados.
Nueva Pompeya es tan pequeña que todo se sabe. Y aún más lo sabe El Tigre González, el intendente radical, que -según los wichis afirman, aunque siempre en voz baja- es una especie de señor feudal del lugar.
Empieza a oscurecer e insectos varios parecen reír del repelente inservible. Sapos, ranas y otros bichos saltarines inundan el pueblo. Al ver un grupo de personas en ronda, siguen acercándose hombres. Muchos sólo escuchan, pero ninguno es indiferente. Advierten que el intendente y el comisario ya saben a esa altura que los visitantes llevan horas con el censo de injusticias. A los cinco minutos, llega otro wichi y confirma la sospecha: «El comisario convocó rápido a reunión de seguridad. Dice que es muy importante, que tenemos que ir todos. Es en quince minutos», informa Martín con mezcla de bronca y temor. Se produce un incómodo segundo de silencio, pero Julio rompe la mudez y denuncia sin dudar: «Es otro apriete».
Aún quedan unos minutos y los wichis no piensan desaprovecharlo. Explican que en las votaciones el radicalismo siempre es imbatible. José delata la clave del éxito:
-Pagan 50 pesos, pero si negocia bien le pueden dar hasta 150. -La democracia tiene sus pequeñitas fallas -ironiza David y compara-. Es como Santiago del Estero, pero en chiquito.
Francisco resume: «Somos Santiaguito».
En las últimas elecciones, la radio del Obispado -por donde pasan algunas voces de denuncia- repetía que dentro del cuarto oscuro se podía optar por cualquier candidato. Por la insolencia, a la radio llegó una amenaza. Luego llegó otra y, como la radio no se calló, la amenaza se materializó: incendiaron la escuela bilingüe e intercultural -la única de toda la región- creada por la Congregación de Hermanos Maristas.
Las elecciones las ganó el radicalismo.