La comunidad Santa Rosa cumplirá el jueves su primer aniversario en tierras reclamadas por la multinacional Benetton. Habrá ceremonias ancestrales y visita de pueblos indígenas de tres provincias, pero también se espera una orden de desalojo.
Desde Santa Rosa, Chubut
No eran más de treinta personas. Los de mayor confianza, para que la acción no llegara a oídos policiales ni judiciales. Partieron de madrugada en camionetas y autos viejos, amontonados, decididos. El objetivo, recuperar 535 hectáreas que el mayor terrateniente de Argentina cuidaba con recelo. Herramientas para trabajar la tierra, maderas y chapas para la casa, y alimentos para pocos días formaban parte del viaje. Al mediodía del 14 de febrero de 2007, la comunidad mapuche Santa Rosa Leleque -integrada por ancianos, jóvenes y niños- ya cocinaba su primer guiso comunitario en territorio recuperado. «Ellos insisten en que tienen un papel, escritura le llaman, con eso dicen ser dueños. Nosotros mostramos nuestra sangre originaria, ancestral poseedora del lugar, ésa es nuestra prueba de posesión», retruca Atilio Curiñanco, referente de la comunidad e iniciador -junto a su esposa Rosa Rúa Nahuelquir- del conflicto entre el pueblo mapuche y los empresarios italianos Carlo y Luciano Benetton, que aún hoy difunden en Europa que en sus estancias australes no hay mapuches. A un año del regreso a su tierra, ya transformado en símbolo de la lucha indígena, la comunidad advierte que resistirá cualquier intento de desalojo y retruca: «El enemigo es grande y poderoso, pero tenemos derechos y los haremos respetar».
Media mañana en Leleque, mitad de camino entre El Bolsón y Esquel, el sol del verano castiga y el viento calienta el ambiente. La ruta, hacia el norte o el sur, exhibe el mismo paisaje: montañas con restos de nieve, pinos foráneos plantados con criterios de monocultivo y un alambrado prolijo y firme. Todo, a derecha e izquierda, pertenece a la empresa internacional Benetton, que en el sur argentino posee casi un millón de hectáreas, casi cincuenta veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires. En el centro de ese país privado, la comunidad Santa Rosa volvió hace un año y aún permanece: «Sólo recuperamos lo que nos pertenecía, aunque la Justicia winka (blanca) esté del lado del poderoso», resume Atilio, mientras prepara el mate para la visita.
La casilla es de dos ambientes, de poca altura para esquivar al viento, techo de chapa y piso de tierra. La cocina económica (estructuras de hierro que a fuerza de leña hacen de horno, fogón y estufa al mismo tiempo) ocupa un cuarto del comedor. De las paredes cuelgan afiches sobre luchas indígenas y banderas mapuche-tehuelche. Una pequeña ventana mira a la ruta, sólo separada por 30 metros de ripio. Los camiones pasan y tocan bocina, forma de saludo, aprobación y solidaridad. Atilio saca el brazo por la ventana y devuelve la cortesía. Los autos con turistas se detienen, preguntan, algunos apoyan y se quedan para compartir algún mate. Otros, los menos, huyen horrorizados porque pobladores originarios de piel oscura decidieron recuperar tierras que estaban en manos de privados.
«Ya hace un año que estamos. Pasaron muchas cosas. Amenazas, frío, necesidades y temores. Pero también la solidaridad de hermanos, mapuches y no mapuches. Sólo queremos trabajar y vivir en armonía con la mapu (tierra). Algunos lo entienden, otros nos quieren echar. El juez amenaza desalojarnos, les dan la razón al dinero del poderoso. Pero no nos iremos», afirma el hombre de 56 años, gestos adustos, cuatro hijos, diez nietos e inconfundibles rasgos indígenas.
Desalojos, juicios y promesas
Volver a las raíces. Dejar la forma de vida winka, lograr la comunión con la tierra y recuperar la historia y la cultura ancestrales. Eran los objetivos de Atilio y Rosa en agosto de 2002, cuando se instalaron en Santa Rosa. Pero sin querer, se enfrentaron a un imperio que posee comercios en 120 países y una facturación anual de 2000 millones de euros. En octubre del mismo año sufrieron un desalojo violento, con destrucción de la casa y huerta incluida, y secuestro de herramientas y animales. Pero el conflicto llegó a tribunales, que justificó el desalojo, y a los medios: una familia mapuche frente a la corporación Benetton, una empresa que hace gala de su preocupación social. Dos juicios, uno civil y otro penal. En el primero fueron absueltos, el segundo decidió que las 535 hectáreas le pertenecían a la empresa. El sustento del fallo, un título de donación de 1896, en el que entonces presidente José Evaristo Uriburu cedió 900 mil hectáreas a diez estancieros ingleses. Parte de esas tierras, entre las que está asentada la comunidad mapuche, fue adquirida por The Argentinean Sou-thern Land Company, luego rebautizada Compañía de Tierras del Sud Argentino, y en 1991 fue traspasada a Edizione Holding Internacional, propiedad de los Benetton.
Por pedido de Luciano Benetton, en 2004, Rosa y Atilio dejaron su puelmapu (pueblo mapuche) para llegarse hasta Roma, donde está una de las sedes operativas de la empresa. Luego de horas de discusión prometió donar al Estado argentino 2500 hectáreas para que éste restituyera al matrimonio la tierra donde vivir. «Primero habló de donación de tierras. Le aclaramos que así no era. Que nadie puede donar lo que no es de él. Que tenía que ser restitución o devolución. Entonces propuso que donaría al Estado argentino y que éste podría restituir las tierras», explicaba Atilio Curiñanco a la vuelta del viaje por Europa. En la reunión, el matrimonio remarcó otro punto: que el Museo Leleque -emprendimiento turístico construido por Benetton a sólo siete kilómetros de la comunidad- era una ofensa a los pueblos originarios porque allí se niega la preexistencia mapuche y se pregona la idea que los indígenas ya no existen.
En 2005, la provincia de Chubut dictaminó que las 2500 hectáreas cedidas por Benetton eran improductivas y rechazó la donación. «Lo de Benetton fue una trampa», había afirmado Atilio. Al mismo tiempo, advertían que en esas tierras ya vivían comunidades ancestrales y campesinos, y explicaban que de ningún modo entrarían en conflicto con ellos.
Benetton nunca volvió a hablar del tema. En Italia fue blanco, él y sus comercios, de continuos escraches por su actitud hacia los pueblos indígenas. Luciano Benetton siempre mantuvo el mismo discurso: que compró las estancias de buena fe y que en sus tierras no había mapuches.
Recuperar las raíces
«Tengo 56 años. Trabajé en más de quince empresas. Siempre me explotaron», resume su currículum Atilio, hombre hosco, de estatura media. Piensa cada frase, mezcla de timidez y recelo. En cinco años de conflicto, a fuerza de entrevistas, reuniones y proclamas, ha mejorado el discurso, se lo nota más seguro y con una mirada más global de la realidad indígena. Fortaleció lazos con la identidad mapuche y se siente parte de un proceso histórico complejo. «Desde chiquitos nos discriminan. Un solo ejemplo le cuento: en la escuela nunca nos dejaban hablar nuestro idioma, era mala palabra hablarlo. Todo el tiempo nos quieren arrancan nuestra propia cultura».
Atilio llegó hasta séptimo grado. Después padeció la regla del pobre: dejar los estudios para trabajar y aportar en la mesa familiar. Conoció todos los oficios, peón en los más diversas ocupaciones, rurales y de las otras. Siempre a destajo, jornales de 16 horas, hacer caminos, construir gasoductos, levantar casas ajenas; siempre arrastrando la familia de un lado a otro, el padecer del trabajador golondrina. Luego del desalojo de 2002, el juicio y las promesas incumplidas, las heridas fueron profundas, pero la decisión inalterable: volver a las raíces, a la forma de vida tan postergada, al lote del paraje Santa Rosa. Allí había jugado medio siglo atrás, donde habían vivido sus ancestros, donde nadie hacía uso de esa tierra tan inhóspita como sagrada. Junto a la Organización Mapuche Tehuelche 11 de Octubre, referente de las luchas indígenas de Chubut, volvieron el 14 de febrero pasado. «Nuestra cultura nos pide volver a las raíces. La relación con la mapu (tierra) puede desaparecer un tiempo, pero siempre está en nosotros, es lo más fuerte que tenemos», explica con paciencia docente.
El mismo día de la recuperación, los abogados de Benetton presentaron otra denuncia en su contra. La causa recayó en el juez Claudio Alejandro Petri, conocido en la provincia por sus fallos ajustados a derecho, esquivo a las presiones de las empresas, grandes propietarios y el poder político. Quizá por esos antecedentes, Benetton recusó al juez (en Chubut se puede impugnar sin causa a un magistrado, sin necesidad de presentar motivo alguno) y la causa pasó a manos de Omar Magallanes, del juzgado a cargo de ejecución de pagarés, cheques y sucesiones. En los tribunales de Esquel admiten la falta de competencia del tribunal y resaltan el desconocimiento del derecho indígena.
Sin embargo, en otoño pasado, Magallanes prohibió que la comunidad realizara algún cambio en el predio. Impidió cualquier mejora, hasta rechazó que cortaran leña e hicieran fuego, en pleno invierno patagónico. En asamblea, la comunidad Santa Rosa decidió no obedecer la medida judicial. «Hacer caso al juez era dejarnos morir», resumieron. Hicieron fuego para cocinar y menguar el frío, corrales para los animales y una huerta para autoconsumo.
Atilio recuerda la prohibición y se indigna. Deja el mate en el piso e invita a recorrer las mejoras, el trabajo de todo un año: sembró papa, cebolla, lechuga, arveja, zapallo y hasta choclo. Con retazos de plásticos viejos construyó un pequeño invernadero donde crecen tomates, acelga y orégano. Cuenta que dos veces se lo destruyó el viento, pero volvió a levantarlo. Se muestra orgulloso del trabajo de meses, señala los árboles frutales que comienzan a crecer y los álamos que prometen sombra y resguardo en pocos años.
El lunes 28 de enero, el juez Magallanes volvió a la carga. Ordenó una constatación de los cambios. Funcionarios judiciales llegaron hasta Santa Rosa y anotaron todas las mejoras. Lo que para la comunidad son logros, para la Justicia significan delitos. La próxima semana, el juez recibirá a los abogados de las partes, y Benetton (o el fiscal) podría pedir el inicio de una causa penal por «desobediencia», al haber realizado trabajos en el inmueble, y también podrán solicitar el desalojo. Atilio, Rosa y los treinta integrantes de la comunidad explican que lo hicieron por razones de extrema necesidad. «No nos vamos a dejar morir y no vamos a dejar nuestra tierra», repite Atilio con voz firme, pero inquieto por lo que pueda pasar.
El jueves próximo, 14 de febrero, en Santa Rosa de Leleque habrá una rogativa (ceremonia espiritual). Se conmemorará el primer aniversario de la recuperación, se agradecerá a la mapu por los doce meses en el lugar y se le pedirá fuerzas para seguir adelante. Participarán comunidades originarias de Chubut, Neuquén y Río Negro. Los pueblos mapuche y tehuelche dirán presente, darán su apoyo y confirmarán su asistencia ante cualquier intento de desalojo. A pocos metros de allí, el Museo Leleque, de Benetton, seguirá negando la existencia de los mapuches.