Desmontes, desalojos violentos y éxodo rural son las consecuencias del monocultivo transgénico. El uso de los agrotóxicos. El vaciamiento del campo. Campesinos e indígenas cuestionan el modelo de agronegocios y proponen alternativas.

Doña Ramona Bustamante tiene 82 años, siempre vivió y trabajó en el mismo campo, Puesto de Castro, norte de Córdoba. En 2004 llegó hasta el lugar un grupo de chacareros que, mediante la fuerza, echó de sus parcelas históricas a decenas de campesinos. A doña Ramona le derribaron el rancho con una topadora, mataron los animales y contaminaron el pozo de agua con gasoil. Semanas de vivir a la intemperie, meses de intimidaciones y una decisión. «Ni un metro menos. La tierra es nuestra», gritó la abuela, que junto al Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) recuperó su histórica tierra y se transformó en una referente de la lucha contra empresarios y productores sojeros. «Los agronegocios, con la soja a la cabeza, son sinónimo de desmontes, degradación de suelos, contaminación, eliminación de otros cultivos, destrucción de la biodiversidad y expulsión, siempre de forma violenta, de campesinos y pueblos originarios hacia los márgenes de las grandes ciudades», denuncia el MNCI, integrado por quince mil familias de siete provincias, poseedoras ancestrales de pequeñas parcelas, que crían animales, son arrieros o hacheros, cosechadores de algodón, uva o yerba, y que le ponen el cuerpo al resto de los trabajos duros del campo. No siembran soja, cuestionan a las cuatro entidades tradicionales y denuncian el papel de las transnacionales químicas, semilleras y exportadoras. El reclamo de fondo: un cambio de modelo agrario.


Negocios y desalojos

En Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y La Pampa predomina el cultivo de soja. Con las modificaciones de laboratorio, es resistente a las inclemencias del tiempo, por lo cual avanza sobre territorios antes impensados para la agricultura de oleaginosas: Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, Formosa, Jujuy y Salta. Pero el avance de la frontera agropecuaria, festejado por empresas y clase política, es padecido por campesinos y pueblos originarios, que son desalojados de sus territorios ancestrales. Según el Censo Agropecuario 2002, sólo en diez años, más de 200 mil familias fueron expulsadas de sus históricas chacras, con destino a los barrios de emergencia de las grandes ciudades. Hasta el propio gobernador de la sojera Santa Fe, Hermes Binner, reconoció recientemente que «el proceso de sojización ha vaciado los campos».

En Salta, Jujuy y Santiago, campesinos y pueblos indígenas denuncian desde fines de los ’90 el avance sobre sus espacios de la mano del desmonte nativo para la siembra de soja. En el período 2002-2006, en Salta dejaron de existir 414.934 hectáreas de bosque, más del doble del registrado entre 1998-2002, y cuyo índice de desmonte supera el promedio mundial, según datos de la Secretaría de Ambiente de Nación. En el país, en el mismo lapso, dejaron de existir 1.108.669 hectáreas de bosques, 277 mil hectáreas por año, que equivalen a 760 por día, 32 hectáreas por hora. La misma Secretaría remarca que la deforestación se produce para destinar esas superficies a la agricultura, principalmente al cultivo de soja.

«El avance del modelo agroexportador trajo innumerables conflictos legales a las familias asentadas en las tierras desde hace décadas. Los cambios climáticos sumados a los avances tecnológicos hicieron de las viejas y olvidadas tierras santiagueñas un paraíso para grandes empresarios. Con la soja, las tierras se tornaron un bien preciado», explicaron desde el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina, integrante del MNCI). La provincia -con presencia de los pueblos indígenas tonocoté, vilela, lule, diaguita y gauycurú- encabeza la lista de desmonte: 515.228 hectáreas en los últimos cuatro años, lo que significa un 71,61 por ciento más que entre 1998 y 2002. No es casualidad que el Mocase-VC enfrente 212 conflictos en toda la provincia, todos casos donde los indígenas y campesinos que resisten desalojos son denunciados de usurpación de propiedad privada, amenazas, resistencia a la autoridad, desobediencia, daños y hurto forestal. Todos «delitos» cometidos en las propias posesiones ancestrales de los acusados.

Desde el Movimiento Campesino Indígena remarcan que el modelo agropecuario actual, basado en la exportación y la producción intensiva, produce mayor concentración. El último censo agropecuario pareciera darles la razón: el diez por ciento de las denominadas «explotaciones agropecuarias» más grandes concentran el 78 por ciento de las tierras, mientras que el 60 por ciento de las fincas más pequeñas se reparte apenas el cinco por ciento de la superficie cultivable del país.

Otra de las claves del avance sojero es la simplificación del manejo de las malezas, por medio de los agrotóxicos, químicos especialmente diseñados y cuestionados por los efectos ambientales y sanitarios. Lo que antes demandaba decenas de hombres, con el herbicida lo realiza una ínfima cantidad de mano de obra. Ya no se ara ni trabaja la tierra con herramientas, para desmalezar se arrojan químicos que queman las plantas y luego se siembran las semillas de soja. Según datos de la propia Secretaría de Agricultura, mil hectáreas de soja pueden ser manejadas por sólo cuatro personas.

Según los mismos datos oficiales, mientras el área sembrada con soja avanza, los establecimientos agropecuarios desaparecen (entre ellos, gran proporción de tambos). En 1988 había en el país 422.000 chacras, que disminuyeron a 318.000 en 2002 (un 24,6 por ciento menos). La situación promete empeorar: la industria de los agronegocios tiene dos próximas metas: introducir en su negocio diez millones de hectáreas (en detrimento de productores familiares) y los agrocombustibles (la creación de combustible a partir de soja), negocio con el que pretenden avanzar sobre otras cuatro millones de hectáreas.

Otro modelo

«Así como hoy nadie puede discutir el genocidio de la dictadura, en 30 años va pasar lo mismo con el saqueo de los recursos naturales, por el desastre producido por la soja, la minería y las pasteras», afirman desde el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI). La charla transcurre en Buenos Aires, donde llegaron delegados de las diferentes provincias para coordinar acciones a nivel nacional, compartir propuestas de las comunidades y evaluar la coyuntura. Se tratan de familias de monte adentro, pueblos alejados, empobrecidas y que producen para autoconsumo. En sus tierras, los paramilitares y las topadoras son parte del paisaje cotidiano, los grupos empresarios (donde confluyen grandes, medianos y hasta pequeños chacareros de las entidades tradicionales) cuentan con ejércitos privados contratados, o con policías locales dispuestos a reprimir.

«Repudiamos el lockout agropecuario, que expresa la ambición egoísta de los agronegocios, modelo que devastó y saqueó los bienes naturales, que ganaron millones de dólares y ahora quieren más. Y por sobre todo, repudiamos el modelo de agronegocios actual, que es la cuestión de fondo y que atenta contra la vida campesina indígena», afirman los trabajadores del campo. También apuntan al papel de las denominadas «entidades del campo» (SRA, CRA, FAA y Coninagro) por su «rol cómplice en la devastación de bosques y desalojos de comunidades rurales». Coinciden con las retenciones, pero la consideran una medida insuficiente para frenar el avance sojero. «El Gobierno durante años ha fomentado los agronegocios. Y casi no existen políticas destinadas a las comunidades campesinas indígenas», recuerdan. 

Los referentes del Movimiento observan por televisión los cortes de rutas y sonríen. Los cordobeses y santiagueños reconocen a quienes están en los piquetes, miembros de la Sociedad Rural, dirigentes de Federación Agraria. Traen al presente intentos de estos sectores de desalojar campesinos y recuerdan represiones impulsadas por ambas entidades. Miran los diarios porteños y aseguran que nunca, aun en las peores acciones violentas que sufrieron (incluido asesinatos), jamás leyeron tantas veces la palabra «campo». Entienden que hay un campo blanco, de «productores bien» y clase media rural. Y otro campo, moreno, invisibilizado. «Está claro que no somos parte de ese ‘campo’ con soja, superávit y dirigentes ricachones nucleados en entidades tradicionales que nunca han metido las manos en la tierra y que explotan a nuestros compañeros. Ellos reclaman por sus retenciones, nosotros denunciamos el saqueo de este modelo agropecuario de monocultivo, donde el peso de sostenerlo recae sobre las comunidades campesinas e indígenas, malvendiendo su producción o siendo mano de obra explotada de estos señores», denuncian.

Exigen el freno a los desalojos sobre tierras ancestrales y proponen un modelo basado en la soberanía alimentaria. «Creemos en un modelo que apueste a un pueblo soberano, activo en la toma de decisiones que lo afectan. Y no tomar decisiones a favor de la rentabilidad de las empresas o las entidades tradicionales, que son socias en el negocio junto al Gobierno, con algunas peleas -como en este paro patronal-, pero luego se amigan y continúan los negocios», explica Angel Strapazzón, santiagueño del MNCI. Diego Montón, mendocino de la Unión de Trabajadores Sin Tierra (UST), destaca que soberanía alimentaria es la posibilidad de que el país tenga un propio proyecto alimentario «que produzca la variedad de alimentos que necesita y no que vengan las multinacionales semilleras y químicas a imponer qué debemos producir».

Ya dejaron diarios de lado y apagaron el televisor. Exhiben una decena de estudios, investigaciones y proyectos de ley sobre problemáticas campesinas indígenas, redistribución de tierras («reforma agraria integral»), iniciativas productivas comunitarias, desarrollo local y economía social, educación y salud para el sector. Todas propuestas nacidas en el monte profundo. Voces no escuchadas en las grandes ciudades, quizá porque provienen de hombres y mujeres de trabajos duros, manos curtidas y piel color tierra.
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Cómo se fue imponiendo el modelo transgénico: Las dos «revoluciones verdes»

La Fundación Rockefeller y la Fundación Ford, ambas de Estados Unidos, comenzaron en la década del ’50 a promover, mediante la investigación de laboratorio, mayor producción por hectárea en pos de aumentar la rentabilidad. Fue el germen de una agricultura tecnificada, con mayor maquinaria y un tipo de semillas híbridas. Al proceso se lo denominó «revolución verde». Durante la década del ’60 y ’70 aumentó el rendimiento de los cultivos, pero también implicó que los agricultores fueran cada más dependientes de costosos insumos químicos. A fines de los ’80 comenzó la llamada «segunda revolución verde», impulsada por las compañías de biotecnología. Los pueblos originarios y comunidades campesinas encuentran en este fenómeno la pérdida de poder social y económico de las comunidades rurales, el empobrecimiento de los suelos, el desplazamiento generalizado de campesinos fuera de sus tierras y el aumento gigantesco de barrios de emergencia de las grandes ciudades.

«El campo, a nivel mundial, atraviesa una nueva etapa marcada por la transnacionalización del capital, la utilización de nuevas tecnologías y un impacto social y ambiental silenciado, tendencia potenciada por el auge de los agrocombustibles», explica la investigadora del mexicano Grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración), Silvia Ribeiro, y resalta que el actual modelo de agronegocios es manejado en todas sus etapas por las transnacionales agroquímicas, desde la producción hasta la comercialización, pasando por la venta de semillas y los químicos, hasta la distribución.

De las siete mil empresas que en la década del ’80 controlaban la producción de semillas en el mundo, actualmente sólo veinte compañías dominan el 60 por ciento de ese mercado. El relevamiento del Grupo ETC asegura que entre las diez compañías de semillas más importantes del mundo facturaron, en 2006, 13.000 millones de dólares, el 57 por ciento del mercado de semillas. Las tres principales compañías -Monsanto, Dupont y Syngenta- controlan el 39 por ciento del negocio. Las organizaciones campesinas apuntan a empresas que apuestan al perfil bajo, pero altas exportaciones y concentran las ventas de insumos: Bayer, Nidera, Cargill, Bunge, Dreyfus, Dow y Basf, entre otras.

En el mercado de agronegocios mundial, Argentina es visto como un alumno modelo: en 1997, en Argentina se cosecharon once millones de toneladas de soja transgénica y se utilizaron seis millones de hectáreas. Diez años después, en 2007, la cosecha llegó a los 47 millones de toneladas, abarcando 16,6 millones de hectáreas. El avance del monocultivo se produjo en la década del ’90, cuando el entonces secretario de Agricultura de Carlos Menem, Felipe Solá, autorizó la siembra de semillas modificadas genéticamente y el uso intensivo de agrotóxicos. Hoy, Argentina es el tercer exportador mundial de grano de soja (luego de Estados Unidos y Brasil) y el primero de aceite. Las exportaciones de soja y sus derivados, en 2007, fueron por 11.000 millones de dólares. La expansión del cultivo obedece a los altos precios internacionales, el apoyo de los gobiernos, las grandes corporaciones y la demanda de Europa y China, convertidas hoy en las mayores compradoras de soja, donde es utilizada para alimentación animal (vacuno, aviar y porcino).

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La ruta de la Federación Agraria

En las provincias argentinas existe un sinfín de organizaciones que se autodenominan «el campo» del país. Nacida en 1912, a partir de una huelga de arrendatarios grabada en la historia como Grito de Alcorta, la Federación Agraria Argentina (FAA) se ufana de representar a los «pequeños y medianos productores». Con una estructura vertical de toma de decisiones, y un discurso progresista, no pretende cambiar el modelo agropecuario -fomenta la siembra de soja y el monocultivo- y centra su debate en la mejora de la rentabilidad. En el actual paro patronal, formó un frente junto a las entidades más ricas y conservadoras del país. «Muchos ‘federados’, como lo llaman ellos, intentaron e intentan desalojar habitantes ancestrales. Y muchos de nuestros compañeros son explotados por sus chacareros. Sin duda, entendemos y defendemos el campo de distinta forma», explican desde el Movimiento Campesino Indígena (MNCI), que tiene entre sus referencias a los Sin Tierra de Brasil y los zapatistas mexicanos, con una mirada crítica de la realidad campesina, formas de construcción participativas, conformado por trabajadores rurales sin tierra, comunidades indígenas y familias de Santiago del Estero, Córdoba, Misiones, Mendoza, Salta, Jujuy y Buenos Aires. No tienen estatuto, presidentes, secretarios ni burocracias.

«En la década del ’70, el Movimiento Rural (germen de las míticas Ligas Agrarias) estaba en decidida oposición a la FAA, se alumbraba un camino inédito, el campesinado sentía que podía avanzar más legítimamente, desprendiéndose del lastre de las organizaciones que, como la propia FAA, habían servido tradicionalmente a los campesinos ricos y grandes propietarios en desmedro de los campesinos pobres y medios», afirma el investigador de movimientos sociales Francisco Ferrara en su libro Los de la tierra. De las ligas agrarias a los movimientos campesinos. FAA combatió a las Ligas Agrarias, organización de productores no federados. La dictadura militar hizo el resto: persiguió, secuestró y desapareció militantes de base. Las Ligas fueron desarticuladas.

En la actualidad, la FAA forma parte de CTA, comanda el Foro de la Agricultura Familiar (experiencia impulsada por la Secretaría de Agricultura con intención de agrupar a las organizaciones de pequeños productores, pero con nula representatividad más allá de FAA), cuenta con cuadros políticos en los gubernamentales Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), el Centro de Investigación para la Pequeña Agricultura Familiar (Cipaf) y maneja el oficial Programa Social Agropecuario (PSA). Su objetivo: manejar la promocionada (y aún inexistente) Subsecretaría de Agricultura Familiar.

 

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Desmonte y muerte

El Chaco fue noticia el año pasado por la muerte de al menos veinte personas, del pueblo toba, por desnutrición y enfermedades evitables con atención primaria de salud, situación de emergencia sanitaria que aún continua. Los tres pueblos indígenas de la provincia (toba, wichí y mocoví) también vinculan los fallecimientos a la falta de tierras y los desmontes producto del avance sojero. Un relevamiento del Foro Multisectorial por la Tierra da la razón: sobre diez millones de hectáreas que tiene la provincia, contaba con 3,5 millones de hectáreas fiscales, casi la totalidad del Impenetrable chaqueño. Entre 1995 y 2005, sojización mediante, los sucesivos gobiernos provinciales vendieron 1,7 millón de hectáreas, la mitad de las tierras fiscales.

En el mismo período, según datos del Censo Nacional Agropecuario, se confirma la concentración: las explotaciones de más de 1000 hectáreas representaban el ocho por ciento del total. En 2002, con la venta de espacios fiscales, pasaron a representar el 56 por ciento del total, en su mayoría para siembra de soja. El Centro de Derechos Humanos Nelson Mandela va más allá: denuncia que sólo sobreviven 490 mil hectáreas de selva chaqueña. Además de la concentración de tierras y la pérdida de bosques nativos en detrimento de territorios indígenas, el Foro chaqueño advierte el «vaciamiento del campo»: a mediados de siglo la población rural provincial representaba el 70 por ciento, en 1991 había descendido al 28,5 por ciento, y en 2001 sólo el 16,5 por ciento de la población permanecía en el campo. El éxodo tuvo un solo destino: los márgenes de las grandes ciudades.

 

Publicado en el diario Página12 el 31 de marzo de 2008