Por Darío Aranda
Micro de larga distancia. Ya es de noche. El matrimonio, de unos 60 años, sube y se acomoda en sus asientos. Inicio de viaje y, al instante, el hombre saca su teléfono y comienza a ver, sin auriculares, Bailando por un Sueño. El resto de los pasajeros no tienen opción: deben escuchar los gritos de Tinelli y compañía hasta que termina el programa.
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Recital de rock. Asoma la banda al escenario y de inmediato se levanta un mar de pantallas. No es solo un instante, sino que buena parte de las dos horas de música. Muchos transmiten en vivo (¿a quién?).
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Escuela primaria. Acto de egresados. Padres, madres, abuelas… todos filman y ven –ese momento importante de la vida familiar– a través de la pantalla, más atentos a la cámara-teléfono que a realmente disfrutar el ver a su hijo/a recibir el diploma.
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La práctica también está presente en espacios militantes, sociales, supuestamente críticos a la realidad. Un primer recuerdo (2017): la multitudinaria marcha por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Muchos (y muchas) militantes aparecían en redes digitales con sus selfies, dando cuenta que ellos (tan comprometidos con la realidad) estaban dando el presente. En un contexto de gobierno represivo y aún con dudas sobre la vida de Santiago Maldonado… ¿da sacarse una selfie? ¿Lo importante es la multitud movilizada por pedido de justicia o dar cuenta de que yo estuve ahí? ¿Por qué no una panorámica que dé cuenta de los miles en las calles?
Siete años después, en el reciente paro nacional, otra muestra. Una activista influencer de porteñolandia subió a instagram cuatro fotos. En las cuatro estaba ella en distintas poses y variados carteles. Otro reconocido militante ambiental hizo lo propio (casi que podrían competir entre ellos). Seis fotos y… en las seis estaba él (en algunas con algún/a acompañante). ¿Por qué la necesidad de ser ellos los «protagonistas»? ¿Se trata de una acumulación/construcción colectiva o prima más lo individual?
La lista podría ser tan extensa como diversa. Desde ese amigo (querido) que, en medio de un asado, saca una foto y (sin consultar al resto) la sube a su «estado». O la tía que está de vacaciones en la sierras y publica una historia con la cerveza que toma. O ese militante político de izquierda, tan crítico al mundo y a la sociedad (y a todo), que de repente publica una catarata de fotos de su esposa e hijos/as tan al estilo familia Ingalls en Cafayate. Y, qué decir, de esa querida pariente, científica del Conicet ella y (claro) muy pensante, que publica en su Instagram las vacaciones en la playa, con sus belleza tan hegemónica y también variadas fotos sexys de su pareja, un Brad Pitt morocho nacypop. Por último, nunca faltan los estados de WhatsApp o historias de Instagram/Facebook que exhiben las parrillas repletas, comidas diversas, platos rebalsantes: casi obscenos en un país con seis de cada diez niños/as son pobres y los alimentos con precios cada vez más inaccesibles.
Deben existir tesis doctorales de sociólogos, psicólogos, filósofos y otros ologos que expliquen el fenómeno tan actual. Sin dudas la unión de teléfonos/redes digitales tiene impactos en la sociedad y en avances de ciertas tendencias políticas. Otros ya han pensado eso. Solo me interpela tanto amigo/a, compañero/a, familiar que cae en esa tentación tan (mal) naturalizada. No tengo explicaciones (solo soy periodista). Pero se trata de una ensalada muy de moda y tóxica, que no distingue edades ni clases sociales, la consumen tanto adolescentes como abuelos, apetecida tanto por quienes no llegan a fin de mes como por los que se encierran en sus countries tan selectos. La ensalada tiene entre sus ingredientes diversas proporciones de: ego, narcisismo, vanidad, soledad, necesidad de aprobación, individualismo, confusión entre los personal/privado y lo social/público, más ego, más narcisismo… En definitiva, momentos de la vida entregada gratuitamente al dios mercado sin más rédito que un «like» a través de una pantalla, tan artificial y fugaz como esa sonrisa (con filtro) de la última selfie.
*Pintada en Avenida Alsina al 2400, en Lomas de Zamora.