Por Darío Aranda
Zafrero desde niño. Evangelizado sin elegirlo. Escolarizado con discriminación y violencia. Servicio militar, jurar la bandera y cantar el himno. Todos los pasos que el Estado y la Iglesia marcan para borrar raíces. Pero Marcos Pastrana resistió. Azar, rebeldía, destino, perseverancia, lucha o todo eso junto. Este diaguita de 72 años, de Tafí del Valle (Tucumán), realiza una lectura histórica, desde los comunitario hasta lo nacional y global. Interpela la democracia representativa, la economía, al Poder Judicial, el extractivismo y, en definitiva, realiza una crítica sistémica.
Una voz, y una historia, reflejo del pasado y el presente indígena.
Raíces
Nacido el 5 de febrero de 1946, su nombre completo es Marcos Benito Jesús Pastrana. Marcos por su padre. Benito por «pedido» del dueño de la estancia donde trabajaba su madre. Jesús porque una tía rogaba al supuesto hijo de Dios que Marcos nazca vivo.
El apellido, común en los Valles Calchaquíes, proviene de España. Marcos Pastrana realizó la genealogía y explica que data de 1600 en el norte argentino. Su abuelo, Eustaquio, nació en 1982, en Tafí del Valle, se casó con Gabriela Romano. El matrimonio tuvo nueve hijos, entre ellos el padre de Marcos.
Su madre, María Clara Flores, hija natural de Felipa Flores. Desde los 9 años vivió y trabajó en una estancia. Recién pudo salir a los 20 años, cuando se casó.
Con tres meses de vida, Marcos Pastrana tuvo su primera zafra. Toda la familia se trasladaba a pelar caña de azúcar al Ingenio San Pablo. Tiene recuerdos de niño, ya 6 y 7 años, de ir a caballo rumbo al ingenio.
De su madre recuerda que le enseñó a leer. Ella pudo llegar hasta 4° grado y solía decirle que debía estudiar «para ser alguien». Marcos lo reflexionó ya de adulto: «Con el tiempo me di cuenta que ya era alguien, era un originario de esta tierra».
Política de Estado
El audio es de sólo tres minutos. Circuló a inicios de 2017 por WhastsApp. Con simpleza, Pastrana realiza un análisis pedagógico, profundo y conmovedor de la situación indígena de Argentina. “Una política de Estado tiene tres patas esenciales: voluntad política, decisión administrativa y presupuesto. Los desalojos contra pueblos indígenas son claramente una política de Estado, actual y desde siempre del estado argentino. Porque los desalojos tienen una voluntad política, por eso se hacen. Tiene una decisión administrativa porque ponen todos los medios a disposición para que se ejecuten. Y tiene presupuesto, donde se moviliza todo el aparato necesario”.
Pastrana, que se lo escucha sereno pero también firme, resume: “La política del Estado argentino y del Estado provincial y municipal es desalojar y hacer desaparecer a las comunidades y pueblos indígenas. Es la triste realidad”.
Enumera las leyes vigentes que no se cumplen, cuestiona a los tres poderes del Estado y llama a organizarse y luchar.
Peor momento
Pastrana no recuerda buenos momentos del estado argentino para con los pueblos indígenas, aunque sí de mayor o menor participación. Lo que no duda es que, desde la vuelta de la democracia, este es el peor momento. «La política pública del Estado está declarada a combatir y si es posible terminar de desterritorializar a los pueblos originarios», afirma.
Cita como ejemplo la represión al Pueblos Mapuche, pero aclara que lo mismo sucede en el norte del país, centro y en cada lugar donde una comunidad lucha. Y recuerda que no se trata sólo del gobierno nacional, sino también a los gobernadores.
Pastrana aborda distintos tópicos. Da una vuelta de rosca, reinterpreta conceptos que parecen estáticos para el pensamiento conservador. «Desde lo económico el desastre es absoluto. Aquí hay que aclarar que la economía no es solo lo financiero, la acumulación de divisas, sino también todo lo que hace a la administración de bienes comunes de un pueblo. Economía es agua, es aire, son los ríos, el monte nativo. Y eso no está en agenda de los responsables de políticas públicas».
Para abordar la situación ambiental invita a visitar Andalgalá (donde desde hace veinte años opera Minera Alumbrera), pueblos fumigados, zonas con pasteras o petroleras. «El resultado está a la vista. Pueblos contaminados, territorios desmembrados por la acción de las multinacionales», describe.
Define que el discurso científico y político oficial quedó colapsado con la realidad. Porque ambos proponen desde el discurso actividades no contaminantes y prometen bienestar, pero eso nunca sucede. Recuerda el rol del Poder Judicial, donde jueces y fiscales incumplen leyes locales y tratados internacionales que protegen a los pueblos indígenas. En paralelo, «mucha legislación se adapta especialmente para favorecer a las multinacionales y los terratenientes».
Como mal ejemplo de «justicia» o referencia de «injusticia» cita a la Corte Suprema de la Nación, que en septiembre pasado falló contra el Pueblo Mapuche y anuló personerías jurídica de seis comunidades de Neuquén. Destaca que se escudó en un error del propio Estado (personificado en el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas –INAI) y se perjudicó a los pueblos indígenas. «Los jueces supremos deciden ignorar y desvirtuar la cuestión de fondo, que es la preexistencia indígena a estado argentino. Eso hace el máximo tribunal del país. Desconoce derecho. Es tiempo de reflexión», se enoja.
«La democracia está desnaturalizada en su esencia. Hay una crisis muy grande de representatividad», afirma Pastrana. Explica que ser representante no significa necesariamente ser representativo. Cuestiona a la casta política. Recuerda que ser representante de una lucha es actuar por y para el pueblo, interceder e intervenir. «Eso no sucede en los estratos de gobernanza de este país. Muy rara vez se expresan a favor de los pueblos originarios», afirma. Y da un paso más: «Los representantes supuestamente del pueblo son solo representantes corporativos de partidos políticos y de multinacionales». Resume los últimos 200 años de Argentina: “No son políticos, no son gobernantes, ni son ni funcionarios. Son gerentes ejecutores de las multinacionales y de los terratenientes”.
Escuela e Iglesia
«Decían que éramos pobres. Hoy me doy cuenta cuan rico éramos y seguimos siendo. Muy desde niños cultivábamos, traíamos leña, practicábamos nuestros saberes, hacíamos fuego, iba al cerro a caballo. Éramos sujetos de una cultura comunitaria ancestral y colaborábamos con lo familiar», rememora Pastrana la infancia en Tafí del Valle.
Entre las bases comunitaria-familiar estaba no mentir, no robar, dar según su posibilidad, escuchar a los ancianos.
El punto de quiebre fue a los 11 años, cuando cursaba 5° grado.
«Luego del bautismo, para liberarme de un pecado que no cometí, vino la primera comunión. Seguir ese proceso de evangelización, para que me vayan completando como persona», lo dice entre mezcla de ironía y lamento. Previamente, recuerda, le «impusieron» ser ciudadano argentino.
Los curas franciscanos daban la catequesis a las 15 horas. El mismo horario en el que los niños del valle iban a buscar la hacienda al cerro, momento de diversión, juego, libertad.
«Se nos hacía pesado ir al catecismo, que nos imponía obligaciones y mandamientos, pero había que ir», precisa.
Le preguntó al cura qué pasaría si aprendía todo el libro de catequesis. La respuesta fue una oportunidad: «No venís más».
Pastrana pasó todo el día y parte de la noche estudiando. Gastó dos velas. Al sábado siguiente rindió una suerte de examen y se libró del catequesis.
Pero sobrevino lo inesperado: el cura habló con la madre de Pastrana. Le dio media beca para estudiar en la capital provincial. Y, contra su voluntad, fue a la ciudad.
«Así fue que me desarraigué. Dejé todo lo que quería. Mis amigos, mi familia, mis animales, mis perros, mis juegos. Todo lo que era la vida, el amanecer en el valle con toda su magia. Y llegué donde todo es artificial, lleno de esquinas en escuadra, hostil, individualista», recuerda.
Conoció la discriminación que lo marcó para siempre. «Era el indio, el sucio. Todas las acepciones más bajas de la escala social se me notificaban día a día, hasta agresiones físicas y cosas que no vale la pena recordar», lamenta.
Vivía en una pensión. De noche lloraba y pensaba en los buenos momentos que pasaba en el valle. Las notas eran bajas. Quería volver a Tafí. La madre le había dicho que no debía pelear porque el cura le había hecho un favor (con la beca) y la buena conducta era una obligación. Eso también le daba impotencia.
Planeó una fuga y escapar de la discriminación. Tenía un bicicleta. Calculó un día de pedalear hasta un pueblo intermedio, llevar dos panes y agua para luego cortar camino entre los cerros.
Hasta que llegó una carta de su madre. Le avisaba que comenzaba la zafra, que estarían en un ingenio más cerca. Todos los viernes podría visitar a la familia.
Comenzó a defenderse de las agresiones. Se peleaba. Perdía más de lo que ganaba. No reivindica la violencia, pero enfrentó la discriminación y, reflexiona, que quien discrimina conlleva una cuota grande de cobardía.
Permaneció en la escuela.
En la campaña política de 1953, tenía 9 años, le quedó grabado el recuerdo de candidatos que arrojaban golosinas desde un camión. Los niños debajo peleaban por la dádiva. No le gustó. Años más tarde entendió por qué: «La política partidaria no evolucionó nada, al contrario, involucionó. Las viejas monarquías sólo cambian de disfraz. Unos pocos gozan a costa del pueblo».
En los mismos años fue el desencanto con la Iglesia. No entendía, pero le desagradaba ir a misa. Al tomar la comunión le habían prometido que, luego de la hostia, iba a ver mundos maravillosos, un estado de plenitud. «Y no sentí nada. No quiero hacer con esto una descalificación sobre la religión, pero mi cosmovisión y ancestralidad dormida no entendía ni aceptaba esa forma de dominación», explica.
Señala que la situación ante la discriminación escolar y frente al catolicismo lo marcaron. Ese rechazo fue el comienzo del despertar de la cosmovisión diaguita, el ser indígena que nunca muere.
El punto vital en su vida, «renacer», fue conocer a José Flores, quechua de Perú. Lo señala como «padre espiritual, maestro en todo sentido». Advierte que será la única persona que nombrará en las dos horas de charla, aunque afirma que son decenas las personas que lo guiaron en la militancia. Le enseñó sobre cosmovisión indígena, mató el ego, marcó caminos.
Pastrana ya estaba desengañado de la política partidaria, tenía asumida la identidad indígena, pero le costaba la práctica cotidiana. Le pidió a Flores documentación, bibliografía, para estudiar, conceptualizar y saber qué hacer. Flores le respondió de forma simple y profunda: «Tus libros no están en las bibliotecas. Tus libros están en las comunidades. Ahí tienes todo lo que debes saber. Tienes que leer en el alma de tu pueblo».
Diferencias
Las críticas de Pastrana apuntan al ordenamiento del Estado-Nación (a los tres poderes y la forma de funcionamiento y hasta su legitimidad-falsa representatividad). Y lo contrapone los pilares del Pueblo Nación Diaguita, que comienza por una «doctrina filosófica», la cosmovisión. «En qué creemos», explica. Un orden cósmico donde cada pieza tiene un función, un rol, «responsabilidades dentro de la maravillosa cadena de mantención de la vida». Aclara que el sistema de gobernanza diaguita responde a una filosofía de vida, por eso es participativo, asambleario, representativo.
En el aspecto económico el concepto básico es no depredar, no atacar la biodiversidad. La idea madre es el «Sumaj Kawsay» (buen vivir), donde se protegen y comparten los bienes comunes. Se cuidan para las generaciones futuras.
«Si lo comparamos con el Estado-Nación moderno vemos que el hombre se pone en la cabeza de la pirámide, se cree lo más importante. ¿Y cuál es su doctrina filosófica? El paradigma es el dinero, la opresión, la acumulación de la riqueza y la dominación, la contaminación y desaparición de culturas. Para muchos eso es el desarrollo», ironiza.
Precisa que los pueblos indígenas tienen el buen vivir. Hace una pausa y precisa que algunos sectores partidarios hablan de «justicia social». Otro breve silencio y sentencia: «Con visitar los territorios, ver cómo se vive, está claro que la justicia social que pregonan desde arriba no existe».
Explica que las recreaciones de los saberes crea territorios, y así lo pueblos desarrollan cultura. «Por nuestra resistencia, perseverancia, mantenemos nuestra doctrina filosófica, y eso nos mantiene vivos», asegura. Señala que la sociedad urbana se encuentra aturdida por el sistema y se le dificulta identificar dónde nacen sus injusticias. En el caso de los indígenas es más claro por la centralidad del espacio de vida. Pastrana resume: «El territorio es por lo que luchamos, es por lo que existimos».
Tucumán
La Unión de la Nación del Pueblo Diaguita (UNPD) nuclea a decenas de comunidades indígenas de Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero. Siempre en lucha por el territorio, desde 2009 también exigió justicia por el asesinato del comunero diaguita Javier Chocobar, víctima del empresario Darío Amín y los ex policías Humberto “El Niño” Gómez y José Valdivieso.
El 12 de octubre de 2009 llegaron hasta la comunidad indígena Chuschagasta y, en el marco de una disputa territorial, asesinaron de un disparo a Chocobar.
El Poder Judicial, el más conservador y retrógrado de los tres poderes del Estado, demoró nueve años en realizar el juicio. Los acusados esperaron la sentencia en libertad (a pesar de estar filmado el momento del asesinato).
En octubre pasado fueron condenados a prisión los tres acusados.
La avanzada empresaria, con complicidad política y judicial, es una constante.
La comunidad indígena del Valle de Tafí, donde pertenece Pastrana, emitió un comunicado en noviembre pasado. Aborda la coyuntura, pero también pasado. En base a documentación histórica, fija la fecha de 1617 como el inicio del «despojo y usurpación» de los territorios y el trabajo indígena esclavo. Muchas de esas tierras aún hoy están en manos de la élite tucumana. «Es necesario señalar que el Poder Judicial actual, que dicta sentencias, es parte de esa élite», denuncia el comunicado.
Recuerda la vigencia del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (que establece numerosos derechos a los pueblos indígenas), el artículo 75 inciso 17 de la Constitución Nacional y la Ley 26.160 (que debiera frenar los desalojos).
Ante «la mala praxis jurídica, la ideología hegemónica y una carencia absoluta de políticas públicas (para los pueblos indígenas)», la comunidad diaguita de Tafí se expidió: «Nos vemos compelida a desconocer y resistir toda disposición o sentencia judicial violatoria de la legislación vigente».
Declararon el territorio indígena de Tafí del Valle en emergencia jurídica, administrativa, social, cultural, ambiental y económica. «Desde nuestro territorio gritamos a todo el mundo: la tierra es nuestra madre y pertenecemos a ella. Nadie nos puede desarraigar de nuestra Pacha». Finaliza el documento con un grito de lucha y esperanza: «Jallalla. Jallalla. Jallalla»
Naturaleza y Derechos Humanos
Pastrana habla de forma pausada, en voz baja, con sentimiento y conceptos profundos que surgen en medio de la oración más imprevista. «Los territorios son el alma de las culturas. Al perder el vínculo territorial, se van aculturando nuestros hijos», lamenta.
Apunta a la población hacinada en grandes ciudades, en lo que evalúa como una competencia feroz entre unos y otros, «donde es muy difícil practicar valores que son esenciales para los pueblos originarios». La ciudad como emblema y cuna del capitalismo.
Explica que el extractivismo tiene relación con «el nuevo orden mundial, que apunta a desmembrar territorios y estados nacionales». Ejemplifica con la Ofemi (Organización Federal de Estados Mineros), integrado por representantes de los tres poderes del Estado, donde de norte a sur establecer que la Cordillera de Los Andes es «una provincia geológica minera, establecida así desde la década del 90 en un congreso empresario-gubernamental en Canadá».
«Durante la colonia hubo un reparto de regiones y riquezas. El capitalismo actual reconfigura nuevamente el mapa de América, hay un nuevo reparto por intereses económicos, las multinacionales legislan por nuestros legisladores, quienes muy cómodamente sentados en sus cuerpos colegiados sirven a los intereses de esas empresas sin ningún recato», denuncia.
Afirma que en la práctica sucede que los gobernadores y legisladores «están de rodillas» ante las multinacionales, que les dictan leyes y sentencias que provienen de centros de poder de países de primer mundo.
Ante el panorama complejo, resalta que se vive un avance desde lo filosófico, lo espiritual y lo intelectual, cuestiones indivisibles dentro del Pueblo Diaguita. «Nuestra cultura, nuestra cosmovisión, es la única valla de contención que tenemos para resistir», explica. Destaca el intercambio de saberes entre asambleas socioambientales (muchas en la Unión de Asambleas de Comunidades -UAC-) y pueblos originarios, que se nutren mutuamente.
Un espacio de lucha donde se encontraron fue la «Cumbre Latinoamericana del agua para los pueblos», realizada en San Fernando del Valle de Catamarca en octubre pasado. Y donde un eje destacado fue el derecho a la autodeterminación de los pueblos (que ningún gobernante decida proyectos contaminantes y decida «territorios de sacrificio»), remarcaron los límites de la democracia delegativa y recordaron que el acceso al agua es un derecho humano.
Impulsado por Pueblos Catamarqueños en Resistencia y Autodeterminación (Pucará, que reúne a asambleas la provincia), ante un aula magna repleta, Marcos Pastrana, pionero en la lucha contra la megaminería, hizo un recorrido histórico desde la mirada indígena del saqueo de los países del norte sobre América Latina.
«Si matan el agua matan la cultura y la vida de los pueblos», afirmó Pastrana. Cuestionó que los impulsores y legitimadores del modelo extractivo dejan de lado del saber de los pueblos y privilegian el poder del dinero. «Las mineras compran gobernantes, compran jueces y periodistas, pero no podrán las conciencias de los que luchan en defensa del territorio», advirtió.
Recordó que otra forma de vida es posible, el «Sumaj Kawsay», término quechua que refiere al «buen vivir» de los pueblos originarios, sin depredar la naturaleza, sin consumismos.
Pastrana recordó que el modelo actual anula el saber y privilegia el poder del dinero. Y advirtió: «No hay derechos humanos si no se respeta la naturaleza».
El auditorio, emocionado, lo aplaudió de pié.
*Versión completa del artículo publicado en diciembre de 2018 en revista MU.